Sunday, June 01, 2008

LA RANA AURORA

Un día Luis, el modisto de Palacio, se llevó a Ana a ver a la Rana Aurora, que conoce todos los infortunios de palacio. Ana andaba encerrada en su torreón, sollozando lágrimas como puños desde hacía semanas y meses, porque por mucho que le diera a la Rana Aurora moscas de comer y besos de miel en la boca, cada vez que la visitaba, ésta nunca se convertía en el Príncipe Adorado.

Ana estaba cansada de sentarse todas las tardes de su vida junto a la Rana Aurora en el estanque solitario, de sentarse a hablarle y contarle cosas bonitas para hacerle compañía. Ana estaba cansada de llevarle ejemplos de las flores que crecen muy lejos de la charca, y de pasear con ella por todos los lotos del lago, de hacerle visitas guíadas a todos los tipos de lotos de colores, como una saltimbanqui, sin que a la Rana Aurora nunca le pareciera ninguno lo suficientemente bonito. Ni siquiera una vez, cuando en un rincón del estanque creció un sorprendente loto azul, de un azul tan brillante y tornasolado como el azul de un colibrí, ni siquiera entonces la Rana Aurora había hecho otra cosa que hiparle al loto y saltar sobre él, sin darse cuenta de que lo hundía. Y a Ana se le manchaban por las tardes las enaguas de lodo, mosquitos y hojas pegadas. Y Ana volvía a palacio hecha siempre un asco y la reñían las nodrizas, las comadronas, las lavanderas. Y hasta el arcabucero Juan, que siempre era optimista y le regalaba lombrices para que pudiera alimentar mejor a la Rana Aurora, y le abría la puerta trasera de Palacio para que pudiera cada tarde volver al acabar el crepúsculo... ni siquiera el arcabucero Juan sabía ya qué hacer ni decir.

Ana estaba cansada de ajustarle cada tarde de su vida su corona dorada a la Rana Aurora y de engañar, persiguiéndolas, a todas las mariposas del campo para que se acercaran al estanque a alegrarle el día al bicharraco. La Rana Aurora todo el tiempo lo veía todo de color verde, todo le parecía pegajoso, a todo le croaba y a todo le hacía ascos, hacía un mohín de desprecio y saltaba a la hoja siguiente.

Así que Ana, tras muchísimos intentos, desesperada se encerró en su torreón azul, y se sentó a mirar la jaula doble, dorada, como dos pagodas de Birmania, donde píaban sus dos diminutos gorriones japoneses, uno de color rojo y otro de color azul. Ana no quería ver a nadie, ni quería beber agua, comía cada día muy poquito, del mismo pienso y las pipitas marrones que sus dos pájaros queridos comen para crecer. Y miraba y miraba la jaula, meditando sobre la Rana Aurora, sollozando al ver como cada uno de sus gorriones picoteaba la puertecita de la jaula del otro para que se pudiera abrir y pudieran estar los dos del mismo lado.

Llevaba así, muchos días encerrada, cuando Luis el modisto de Palacio, el que mejor sabía remendar sus faldas de muselina desgarradas y el que mejor sabía arreglarle a las damas los refajos, llamó a la puerta del torreón.

- Ana, haz el favor de bajar ahora mismo. Te traigo un vestido nuevo - Era mentira, pero así Ana bajaría.

- Ana, Anita, no llores.... ¿qué te pasa?

Ana hipaba como una rana, se había vuelto verde y fea como la rana, de tanta pena y no podía articular palabra, por eso solo se asomó un poquito a la ventana. Entonces Luis le dijo: - Pero Ana, bonita, ¿no ves que la Rana Aurora no puede transformarse en el Príncipe Adorado?

Ana: -¿Por qué, pero por qué... si yo la quiero tanto, le doy besos de miel, le arreglo su corona, le llevo mariposas y lombrices y moscas...?

- Ha visto demasiados infortunios. Vamos a verla.

Y Luis tomó con Ana el camino que va del Palacio hasta el borde del estanque solitario, donde vive la Rana Aurora desde hace ya tantos siglos. Luís llevaba a Ana de la mano bien fuerte, apretando fuerte su mano, para que no se echara atrás y para que tomara coraje.

- Ana, ¿no ves que la Rana Aurora lleva dentro atrapado a un hombre que se ha hecho muy chiquitito? ¿No ves, no lo ves? Y cada vez que la Rana Aurora hipa es porque el Príncipe le da una patada en el estómago para poder salir. No es que no le gusten tus besos, tus flores, ni las mariposas. Las cosas que tu le traes no se ven muy bien desde allá dentro. Pero ahí está el hombre chiquitito dándole patadas todo el tiempo para poder salir.

Ana se fijó muy bien. Y vio de pronto que aquella mancha verde que la Rana Aurora tenía en el estómago tenía la forma, dejaba entrever la silueta de un hombrecito del tamaño de un alfiler. Anda, nunca se había fijado en el hombrecito chiquitito. A esas alturas, de tantas patadas, la rana ya debía tener una úlcera.

Y Ana dijo: - ¿Y qué le podemos hacer a eso? ¿No podemos llamar al médico y abrirle la barriga y hacerle una operación para que salga?

Y Luis, que es un experto remendón y un experto del hilo y la aguja, le dijo, muy suave, dulcemente: - No, Ana, no se la puede operar. Tiene que ser la Rana Aurora quien abra la boca y deje salir al príncipe. Pero si tu la atiborras de besos, de dulces, de flores, de moscas y lombrices, seguro que no la va a abrir.

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