Sunday, May 25, 2008

Cartas robadas

Descubrí tu carta. De hecho, todas esas cartas. Tantas veces. Una y otra vez. Y cada vez el llanto más profundo, insondable. ¿Dónde estaba nuestro amor? ¿Qué decían tus secretos? ¿que amabas a otras? ¿que ibas a abandonarme? En secreto, lloraba al principio.

Después, los días, las tardes contigo parecían siempre primaveras. Doradas, sonrosadas, florecientes... al viento y al sol, por la mañana o en penumbras, sentados el uno frente al otro, unidos en aquella inmensa mirada eterna de un sueño enamorado, hecho de bahías, de lunas, de estrellas, de bosques y musgos y hiedras, de rosas, glicinias, peonías, anémonas, de obsidiana y de perlas, de frutas maduras, perfume y licor... mientras yo lloraba en silencio... en mi interior.

Traté al principio, calladamente, de adentrarme en tu amor imperfecto, de adivinar tus deseos, imaginando siempre que, en cuanto te dieras la vuelta o te separaras de mi cuerpo... ese rostro impenetrable y dulcísimo, de piel clara y transparente como un cuenco de porcelana, se transformaría en el hombre sin ojos, un hombre serpiente, apenas una mirada de perfil. El hombre que yo desconocía: cruel, egoísta, banal y vanidoso hasta la sinrazón. ¿Por qué yo no era suficiente? ¿Por qué nos traicionabas con otras, lamiendo otras hembras, devorando otros cuerpos? ¿Por qué destruías caprichosamente ese amor, mi amor, nuestro amor... el más tierno, recién nacido, acabado de nacer? Un amor así...

Y el día llegó, al fin, en que ya no supe guardar mejor el secreto de todas tus cartas robadas. Mi secreto, tu secreto, la Verdad de tus Mentiras. Me enfrenté a ti. Si hubiera tenido una criada, hubiera podido ser alimaña, usaría las artimañas que desde el principio de la historia cuentan los cuentos de amor. Hubiera secretamente utilizado a mi sirvienta para que te persiguiera en tus escapadas nocturnas, para que actuara de cicatera celestina de tus amoríos escondidos, para que me trajera la verdad. Pero éramos pobres y no había criadas, ni aliados, ni amigos. Tan pobre era nuestro amor frente a la Codicia de la Falsedad.

Y ese día, por querer solo saber, por tratar de que me revelaras el motivo, empezaste a destruirme. Necesitabas castigarme por haber desvelado el Secreto, que no su maldad. La maldad de tus actos todavía no puedo explicármela, ni siquiera hoy. Ni a día de hoy puedo llegar a entender tu codicia de cuerpos, tu hambre de amores, que me hayas castigado por ello, la ausencia de pureza en ti... sabiendo como sabías, desde el primer principio, de la inocencia absoluta de nuestro amor.

Te gustan las mujeres serpiente, las cortesanas, las bailarinas. Te gustan los caprichos golosos, la lujuria, la embriaguez de la seducción. Te emborrachas de tu propio veneno hecho música de cascabeles. Desde muy pronto, desde que eras niño, aprendiste a esconderte entre los pechos de las mujeres, a dejar que te acariciaran como a un efebo, a disimular la cobardía de tus propios actos entre los muslos de una mujer. ¿Por qué eres así?


¿Y quién soy yo? Apenas la mujer rota, la que se volvió loca, rota, doliente y herida. No puedes imaginar lo que han sido, lo que fueron, las noches enteras de tu ausencia con otras, la espera, mi miedo a que nunca regresaras, los celos, el sudor ansioso de la mañana siguiente, escuchar tus mentiras esculpidas, y al tener que escucharlas, la desesperación. En mi corazón ya sólo habitan sombras siniestras, dragones rugientes, fantasmas ensangrentados, y este veneno de tu Verdad enferma que me recorre la sangre, que empozoña mi aliento, y que debo expulsar.

Así esta noche me he desnudado para siempre de la seda que me quedaba. El kimono carmesí que me regalaste, lo quemé en nuestro patio, ardía lentamente entre las espigas húmedas de la noche. Quemaba lentamente, pero ardió hasta extinguirse, crepitando la seda gastada, la seda no ya crujiente sino manida por las lágrimas, las horas y las caricias perdidas de tus manos sobre mi. Lo que fue de nosotros, todo lo que yo fui.

Y hoy lloran lluvias los arces, los pinos. El bambú susurra nombres callados de Otras, entre los que se encuentra el mío, nombre sin nombre, cadáver para el olvido. Para siempre olvidarás todas las veces que corrí a encontrarte bellísima, con pasos pequeños, contra el espacio y el tiempo, soñándome en tus sueños, preparada para el Amor. Para siempre olvidarás todas las veces en que me arrojé a tus pies, suplicante, pidiéndote que no te marcharas, que no te fueras con ellas. Para siempre olvidarás y yo seré solo olvido, porque lo quisiste así.

Y hoy sólo queda, dentro de nuestra casa callada, el llanto color cian de tu crueldad.





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